De castillos, zorros y amistad
Los
amigos son el otro, ellos son extranjeros, extraños, ellos no pertenecen a
nuestra parentela, pero de pronto hemos sido absorbidos por su cariño y ellos
por el nuestro, dejan de ser extranjeros y llegan a ser familia y en ocasiones
más que familia, y mientras caminamos juntos, sin propuestas ni acuerdos solo
unidos por la implicancia de cuidarse mutuamente, de no dañarse, de ser
recíprocos, y por tener asuntos en común. En ese trayecto aprendemos a perdonar
sin rencor, a escuchar más allá de la voz, a integrar en el alma, nos
construimos mutuamente, y así, sin darnos cuentas, ya con treinta vueltas al
sol, o más, o tal vez menos, uno pierde la cuenta de cuantos ladrillos hemos
puesto juntos, nunca sabremos cuanto se ha hecho para nuestra construcción pero
al levantar la mirada observamos aquel castillo construido por la reciprocidad.
Siempre
me he preguntado que mantiene unidos a los amigos, a pesar del tiempo y la
distancia, a pesar de la falta de papeles firmados, siempre me he preguntado
que los une si nada los obliga a permanecer juntos. Quizás realmente existe ese
sentido de responsabilidad por lo domesticado, como cuando el zorro le explica
al principito sobre el significado de domesticar; esa idea, escaza y
escurridiza en estos tiempos de crear
lazos, de hacerte cargo de ese lazo, de ser responsable de él, porque desde que se domestica a alguien
tendrán necesidad uno del otro. Ambos
serán únicos en el mundo, porque ellos no tendrán a otro igual en ningún
lugar.
“Los hombres han olvidado esta verdad – dijo
el zorro. – Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que
has domesticado…” (Cita tomada del libro: El Principito, Antoine de Saint
Exupéry)
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